Hormigas


La última casa en la que vivimos no era muy grande­; era una casa vieja que había sido remodelada. Durante este proceso, me contaron, aparecieron muchos problemas estructurales. Uno de ellos, y creo que el que más repercusión tuvo con el tiempo, fue la humedad. Al parecer, esa casa nunca había sido aislada del suelo. Por eso, la humedad del terreno lograba entrar, apareciéndose en forma de manchas verdosas en las paredes o, incluso, como charcos de agua entre las juntas de los cerámicos del piso.

 

La ciudad en la que vivíamos entonces era una ciudad muy húmeda, y ese último año había sido particularmente lluvioso. Convivíamos con esa humedad que avanzaba a medida que pasaba el tiempo. Entiendo que esa condición, sumada al machimbre blanco (una característica de la casa que me encantaba y me hacía sentir en una casa vacacional),

formaba el escenario perfecto para los insectos.

 

La apropiación fue gradual; no aparecieron todos al mismo tiempo. Lo que siempre hubo fueron hormigas. Hormigas negras, de las grandes, carnosas, con cuerpos robustos.

Solían andar en grupo, aunque a veces se veía alguna perdida, andando sola. Al principio, aparecieron por el suelo, armando hormigueros en los ángulos esquineros de la casa. Sospecho que lo que veíamos era solo una parte muy chica de esos hormigueros, dentro de las paredes, seguramente tenían una ciudad completa. Pero esa fue su primera aparición, medio tímida, a decir verdad. 

 

Creo que siempre supe que andaban por ahí, incluso antes de verlas. Las escuchaba trabajar a través de las paredes; quizás andaban planeando su conquista.

 

La segunda aparición fue por el techo. El techo, también de mahcimbre, tenía diminutos vacíos por los cuales pasaban cables u otras instalaciones. Se ve que hicieron de estos huecos una oportunidad y encontraron otra forma de entrar, haciéndose, ni más ni menos, que con el techo de nuestra casa. Ahora, escribiendo esto, pienso en ellas como testigos silenciosos de nuestra vida cotidiana, como espectadoras, acaso.

 

El primer hueco por el que se colaron estaba cerca del calefón, en la cocina, justo al lado de la bacha. Es decir, estaban por toda la mesada. La mesada era de granito gris mara, el más común y accesible en el mercado. Este material suele ser de un color gris con pequeños granos blancos y negros. A los granos negros era muy fácil confundirlos con nuestras amigas. La única diferencia entre unos y otros era que algunos se movían.

 

Luego aparecieron en el baño, más específicamente en la ducha. El agua, al parecer, no era un problema para ellas. No entendía bien si era por el agua o por otra razón, pero en el baño estas no solo andaban por el techo, si no que también caían de él. De la misma forma que lo argonautas dejaban sus cuerpos caer al agua, fascinados por el canto de las sirenas, estas se desprendían del techo, abrían sus seis patas como si fueran paracaídas y se dejaban caer. Nunca entendí bien esta conducta, pero pronto empezó a suceder en otros lugares de la casa.

 

Como si por contagio actuaran, las hormigas que se hicieron del techo de nuestra habitación, comenzaron a caer sobre nosotros, sobre la cama, por las noches y por las mañanas. El golpe era sutil; no dolía para nada, pero se sentía. El sonido que hacían al caer era siempre el mismo, sin importar la superficie donde aterrizaran: un cuerpo humano, una almohada o la madera dura de la mesa de luz. Era un sonido seco, para nada protagonista, completamente secundario a los demás sonidos de la casa, pero cada vez más constante. 

 

Poco a poco fueron tomando la casa. No era solo una sensación. Nunca cerramos puertas ni intentamos limitar nuestra existencia. Simplemente pasaba, y nos acostumbrábamos a esa convivencia, como si fuera parte del orden natural.

 

Un día, al volver de almorzar en la casa de mis papas, me encontré con un hombre subido al techo de la casa. Tenía el pelo muy largo y desalineado, aspecto extraño y, sobre todo, muy abrigado para el calor de comienzos de verano. Llevaba una especie de manguera conectada a una mochila rara que portaba en la espalda. Con esa manguera, introducía por los mismos huecos que se colaban nuestras amigas, veneno. 

 

Esto hizo que salieran de los lugares que no veíamos, aparentemente profundos y bastante grandes. Los días que le sucedieron al acto de traición (para mí fue una traición) fueron tristes y, de alguna manera, poéticos. La muerte, en este caso, fue un proceso de agonía. Algunas, las que estaban más cerca, murieron al instante, pero las que permanecían en lo profundo tardaron un poco más.

 

Días después, solo quedaban sus cuerpos. Negros, carnosos, acumulados en las esquinas de la casa. Convivimos con un gran cementerio por uno tiempo. Barrer no alcanzaba para deshacernos de ellas, pero de alguna manera lo seguíamos intentando. Incluso muertas, continuaron cayendo de los techos durante los meses siguientes. Ya no se escuchaban tramar sus asuntos por debajo de las paredes, y se extrañaba esa especie de movimiento sutil, pero constante, de los granos negros. De algún modo que no  describir, la casa se sentía distinta, vacía tal vez.

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